Mujer Pantera

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La cabaña

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Mis cuatro días de supervivencia

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Julia Hens
mar 03, 2025
∙ De pago
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A veces, para ver con claridad, hay que alejarse del ruido.

Y yo me fui lejos.

Pero no "lejos" como cuando apagas el móvil y te pones a leer en una cafetería bonita. No.

Lejos de verdad.

Cuatro días en una cabaña perdida en lo más profundo de Asturias. Y cuando digo perdida, no exagero. Allí no llegas con Google Maps. Allí llegas si el destino te quiere allí.

Es un antiguo establo rehabilitado, pero no modernizado. Sin electricidad, sin cobertura, sin agua caliente. Solo madera, piedra y fuego.

Y ratoncitos de campo. Majísimos.

Y arañas gigantes, con cuerpos peludos y patas largas como la eternidad. Simpáticas también. Si por "simpáticas" entendemos que yo dormía con la manta apretada hasta el cuello y revisando cada rincón antes de meterme en la cama.

Pero lo mejor era la cocina.

Una cocina de hierro fundido del siglo XVII que me obligaba a jugarme los dedos cada vez que intentaba preparar algo caliente. Algo así como una ruleta rusa culinaria: ¿te harás la cena o te quemarás la mano? Emoción garantizada.

La primera noche, con el entusiasmo de quien cree que todo va a ser idílico, decidí encender la cocina de leña sin guantes.

Vamos a ver.

Yo soy una persona que ha leído sobre neurociencia, biología, psicología. Pero en ese momento, olvidé toda mi sabiduría ancestral y pensé que podía abrir la puerta de hierro fundido con la manita desnuda.

Spoiler: No puedes.

El hierro fundido a 300 grados no es amigable. Mi dedo índice ahora lo sabe.

Quemadura de primer grado. No drama. Lección aprendida.

Pero eso no fue todo.

Resulta que los ratones de campo son escaladores olímpicos.

Si dejaba comida sobre la mesa, por la mañana desaparecía. Pequeños exploradores nocturnos hacían su incursión en busca de algo que roer. Así que tuve que hacer lo que cualquier persona sensata haría: colgar la comida en cestas suspendidas en el aire, como si estuviera en una maldita expedición en el Amazonas.

Al principio, me reí. Luego me resigné.

Era la ley del bosque.

Si querías conservar tu cena, tenías que trabajar por ella.

¿Y la cobertura?

Qué buena pregunta.

Para conseguir una barra de señal, tenía que subir un cerro empinado durante 15 minutos y quedarme allí, en el frío, con el móvil en la mano como si estuviera canalizando señales extraterrestres.

El viento silbaba, el frío se me metía en los huesos y yo solo quería saber si alguien me había escrito un WhatsApp.

¿Cuándo llegamos a este punto de dependencia?

Afortunadamente, gracias a decisiones que he tomado a lo largo de mi vida, podía permitirme desaparecer.

No estar disponible.

No responder.

Porque he construido un sistema en el que no necesito estar presente 24/7.

(De eso hablaremos más adelante.)

Lo curioso es que, después del primer impacto, algo en mí empezó a relajarse.

  • A falta de pantallas, me iba a dormir cuando caía la noche.

  • A falta de despertador, me levantaba con la luz del sol y el canto de los pájaros.

  • A falta de estímulos urbanos, mi mente encontró otro ritmo.

El de la naturaleza.

Y te digo algo: después de tantos años de hiperconectividad, algo tan simple se siente casi alienígena.

Y aunque fue una experiencia dura, porque hacía un frío que se te metía en los huesos, fue también profundamente gratificante.

Por casualidad (o no), pasé allí la luna nueva y el alineamiento planetario del 28 de febrero.

Algo en el aire se sentía diferente.

Como si la Tierra misma me estuviera susurrando una lección.

Y lo hizo.


Las lecciones que me llevé de la cabaña

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